AMANECE EN MITILENE
Amanece en Mitilene, la capital de la isla de Lesbos. La ropa tendida en las vallas del puerto anuncia que los refugiados han pasado aquí la noche. La mayoría hacen cola para recibir algo de comer en la caravana que Médicos sin Fronteras tiene instalada aquí para atender las necesidades más básicas. Una rebanada de pan de molde con mermelada y dos mandarinas para cada uno.
Sorprendentemente, no son muchos. Días atrás los campos de refugiados y el puerto han estado atestados de gente. Hoy salen los últimos refugiados de la isla. El temporal de viento de estos días ha hecho peligrosísimos los pocos kilómetros que les separan de la costa turca, pero las ONG´s esperan de nuevo a las balsas a partir del miércoles.
Agotados, ateridos de frío… y contentos de estar vivos. Sonríen, saludan, piden noticias de las fronteras: cuáles siguen abiertas, qué países reciben refugiados. Los adultos se acercan sonrientes y los niños corretean. Reclaman fotos y ríen a carcajadas de lo guapos que salen. Un padre me presenta a sus cuatro hijos pequeños. El mayor, de seis años, se ha quedado en Afganistán porque no podían cuidar de los cinco. Ciertamente, los cuatro niños que llevan, casi bebés, no paran quietos. Les faltan manos para cuidarlos.
Todos hablan del miedo que han pasado en la travesía. Se sienten contentos y doloridos a partes iguales. Muchos miran al mar. Muy peligroso… repiten sin parar. Los ancianos llevan la tragedia en los ojos. Es evidente, en cambio, que los jóvenes celebran que están vivos. La mayoría se defienden en inglés, y en este idioma explican que se sienten felices: han llegado a Europa. Van a comenzar una nueva vida. Han dejado atrás el peligro, las bombas y la muerte.
Hay parejas jóvenes con niños, familias extensas enteras, personas mayores que parecen llevar cientos de años a sus espaldas, estudiantes, jóvenes que viajan solos…
Los niños juegan entre los restos de algún naufragio. Es un paisaje cotidiano en toda la isla: balsas pinchadas abandonadas, flotadores tirados y trozos de plástico por todas partes.
Por fin el ferry anuncia que se puede subir. La gente entra ordenadamente. No son muchos. Tal vez trescientas personas. Los voluntarios se quedan abajo, mirando. De repente, llega una furgoneta tan vieja como el mundo y unos chicos empiezan a bajar cajas de pizza y meterlas en el ferry: son “Kitchen sans Frontières”. Para la travesía, dicen.
Despedimos el barco. El puerto queda silencioso y vacío. No sabemos qué pasará mañana. Cada día es diferente en este lugar donde la vida y la muerte se cruzan en el mar.