“1341 refugiados han llegado a la isla en los últimos 14 días.”
“Están llegando dos botes con cerca de 80 refugiados al sudeste del aeropuerto.”
“Estamos buscando a un hombre desaparecido en la costa de Chios hace dos días: Su nombre es … . Iraní. Caso número ….., Por favor, alguien sabe algo de él?”
Estos mensajes de whatsapp me llegan la noche del 15 de septiembre, un día en el que parece que no pasa nada, un jueves en el que miles de ciudadanos europeos han visto los telediarios, leído las noticias y escuchado la radio y nada, ni siquiera un pequeño indicio, les ha hecho pensar que la situación en las islas griegas de Chios y Lesbos es la que realmente es.
De Chios sabemos, por amigos voluntarios recién llegados de allá, que la población refugiada se ha multiplicado y malvive en campos donde escasean la comida y el agua.
De Lesbos, donde hemos comenzado a evaluar la situación, a hacer fotos y a hablar con los refugiados y voluntarios, hemos constatado con informaciones absolutamente fidedignas que la población refugiada de la isla en este momento supera las siete mil personas, repartidas entre los campos de Moria, el campo policial que -una vez más- está atestado (a día de hoy y para vergüenza de las autoridades, de los gobiernos europeos y de la totalidad de las personas de buena voluntad, Moria casi triplica su capacidad); Kara-Tepe, de la Municipalidad; y Pikpa, el centro de atención y acogida a personas especialmente vulnerables. Estos son los tres centros de acogida (o casi detención) establecidos por el sistema en Lesbos, pero hay lugares peores. Mucho peores. En Moria se come mal. En Moria hay disturbios. La policía realiza detenciones repentinas con deportaciones inmediatas. Los refugiados hacen colas interminables para todo lo inimaginable. Los niños corretean sucios sin la atención adecuada. Los mayores se desesperan por los meses de estancamiento vital y la falta de expectativas, y las enfermedades mentales comienzan a hacer su aparición. Médicos Sin Fronteras y otras organizaciones sanitarias alertan sobre la aparición de depresiones infantiles en los campos.
Pero todavía se puede bajar un escalón en esta cadena de desdichas personales de la que los refugiados son víctimas involuntarias: son aquellas personas que, por pertenecer a nacionalidades no aceptadas como solicitantes de asilo por la Unión Europea, están obligadas a permanecer fuera del sistema por tiempo indefinido. Fuera de un sistema que les rechaza y les deporta nada más registrase como solicitantes de asilo. Consecuencia: no se registran, permanecen en el anonimato, no pueden ir los campos de refugiados y se ven obligados a malvivir en mitad de ninguna parte, en fábricas abandonadas, sin atención médica ni ayuda de ningún tipo. Junto a Moria hay un asentamiento de este estilo. Son alrededor de doscientos chicos –y digo chicos porque la media ronda entre los veinte y los veinticinco años, aunque hay algún señor mayor- que viven en un campo de olivos, en tiendas de campaña que comparten. Esta tarde hemos estado con ellos. Nos reciben con una sonrisa y la mano tendida, nos enseñan el campo y nos cuentan cómo se organizan, cómo preparan las comidas, como duermen. La noche es muy dura, dicen, porque las ratas y las serpientes campan por sus respetos. Aunque intentan tener el campo limpio y hacen turnos de limpieza, es inevitable cierto nivel de suciedad. Pero ellos van limpios. “Sólo tengo esta camiseta”, me dice Sam, un palestino de sonrisa franca y sincera. “Nuestro gran problema? El agua. No tenemos agua”, contestan al unísono.
Claro, estos chicos no reciben dinero de la Unión Europea. No hay subvenciones para ellos. Viven al margen del sistema, un sistema que no les deja otra opción que la marginalidad.
Y, mientras el resto de Europa mira hacia otro lado y hace como si no pasara nada, en Lesbos hay grupos de whatsapp formados por personas de buena voluntad que quieren ayudar, que ponen su tiempo y su esfuerzo en el intento de salvar vidas, y que están dispuestos a salir corriendo a cualquier hora del día o de la noche hacia una playa para meterse en el agua a oscuras y ayudar a atracar a una balsa llena de personas refugiadas que huyen de la guerra buscando que alguien les proteja de las bombas y, en definitiva, de la muerte.